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Concordia, memoria y leyes autonómicas

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«La función crea el órgano», sintetizó célebremente el naturalista francés Lamarck en el siglo XIX formulando la que es considerada primera teoría de la evolución de las especies. «El órgano crea la función», se dice a veces a propósito del funcionamiento de las organizaciones humanas, señaladamente en el ámbito político, para mostrar los perversos incentivos que se generan cuando, por puro escapismo, impotencia o temor a que la inacción cueste electoralmente, se crea un órgano o ente que, desprovisto en realidad de funciones relevantes, se buscará la vida.

El exitoso twittero e ingeniero Jaime Gómez-Obregón, una suerte de Quijote empeñado en mostrar las tripas de la mastodóntica administración que nos asola, se empeña estos días en inventariar Observatorios. No me resisto –con el debido crédito- a compartir con ustedes algunos de sus hallazgos. Hay Observatorios del paisaje –nunca un mejor nombre para tal objeto- en Cataluña, Andalucía e Islas Canarias, pero la Comunidad de Murcia añade especificidad pues su Observatorio lo es del «paisaje mediterráneo». Cataluña también cuenta con un Observatorio de la Muerte, al que honestamente uno no siente mucha inclinación a asomarse, pero también hay un Observatorio del Ferrocarril en España, un Observatorio Mujeres, Ciencias e Innovación, uno de la Lectura y el Libro, y varias decenas, en varias denominaciones y distintos niveles administrativos, de observatorios sobre violencia de género o doméstica.

Es sin duda la estrella de la observación, aunque el cambio climático se abre camino a paso firme. Galicia cuenta con un Observatorio da Violencia no Contorno Laboral pero también, existe un Observatorio Coruñés contra la LGTBIfobia y Andalucía dispone de un Observatorio del Flamenco. Recientemente, la ministra Mónica García ha anunciado la creación del Observatorio contra el Fraude y la Corrupción Sanitaria, imagina uno que para no ser menos. Y no sigo porque, en la cuenta del propio Gómez-Obregón, hay 262. Pueden ustedes visitar la página web que ha creado de los Observatorios de los Observatorios Públicos, una entidad que él preside con toda justicia.

Yo, modestamente, también me he ocupado de husmear los restos del lamarckismo inverso en nuestro régimen autonómico. No se lo creerán, pero hay una Ley de Cultura de la Paz de la Comunidad de Aragón, porque, por supuesto, la de ámbito estatal de «fomento de la educación y de la cultura de la paz» (la ley 27/2005) no debía ser suficiente. La paz aragonesa tiene sus especificidades también. Dicha ley estatal, impulsada por el presidente Zapatero, se arrancaba en la exposición de motivos afirmando que: «El siglo XX ha sido un siglo de profundas contradicciones». Por si a ustedes les faltaba apercibirse. El artículo 1 de la ley, en el que se proclama que «España resolverá sus controversias internacionales de conformidad con la Carta de Naciones Unidas y los demás instrumentos internacionales de los que es parte», es todo un monumento al pleonasmo normativo.

Una sensación parecida se tiene al comprobar la profusión de leyes autonómicas «de memoria» que salpimentaron nuestro ya muy cargado sistema jurídico hace algunos años: 14 de las 17 CCAA tienen una o varias en sus repertorios legislativos, si el recuento oficial de la página del Ministerio de la Presidencia, Justicia y Relaciones con las Cortes es fidedigno. En los albores de la legislación memorialista – allá por 2007- el sintagma «memoria histórica» ya resultaba chirriante; también su evolución «memoria democrática». Los últimos años han añadido una, digamos, geolocalización. Así, hay una «memoria democrática andaluza» en contraste con la «memoria democrática riojana». Y suma y sigue.

«La Ley de Memoria Democrática de la Comunidad Valenciana tenía 65 artículos y 12 páginas de exposición de motivos»

La Ley de Memoria Democrática y para la Convivencia de la Comunidad Valenciana (Ley 14/2017) contaba con 65 artículos y algunas decenas de disposiciones adicionales y transitorias. En su exposición de motivos – 12 páginas- se lee una frase como la siguiente: «Donde resulte imposible y prácticamente irrealizable la persecución jurídica y la determinación de la responsabilidad política, debe abrirse el camino colectivo de la sociedad en su conjunto». Lo pueden comprobar en el BOE de 23 de diciembre de 2017. Y hacerse la misma pregunta que servidor cuando lee el título de esta pieza legislativa: ¿acaso no había convivencia en Valencia hasta 2017, casi 40 años después de la aprobación de la Constitución, 35 años después de la victoria del PSOE que gobernó más de 14 años en España?

Parecidas consideraciones asaltan a uno cuando lee el Decreto 9/2018 de la Memoria Histórica y Democrática de Castilla y León, mucho menos abundante en su normativa y despliegue de órganos (aunque no perdía ocasión de configurar un Consejo Técnico de Memoria Histórica y un Consejo Asesor de la Memoria Histórica). Fue promulgado bajo un gobierno del PP, partido al que frecuentemente se tilda de «heredero del franquismo», pero que debió tener un rapto al permitir que en la exposición de motivos del Decreto se dijera: «La Junta de Castilla y León condena los casos de vulneración de los derechos humanos que se produjeron durante la guerra civil y la dictadura franquista».

Utilizo el pasado en ambos casos porque dichas normas han sido derogadas recientemente y los gobiernos del PP y Vox en ambas comunidades han presentado sendas iniciativas legislativas con igual título: Ley de Concordia.

Siempre he pensado que la mayor parte de los problemas y deudas históricas libradas por la guerra civil y la dictadura, y también por las muchas formas de violencia política que asolaron España desde el 14 de abril de 1931 hasta el golpe de Estado del 18 de julio (lean a ese respecto la minuciosa reconstrucción del período febrero-julio de 1936 hecha por Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío en Fuego cruzado), podían ser enjugadas si no judicialmente, sí administrativamente, sin pirotecnia legislativa.

«La concordia será el fruto del hacer más que del decir, más de la práctica política que de la proclamación legislativa»

Es decir: las legítimas reivindicaciones de familiares de desaparecidos o enterrados de cualquier modo (de ambos bandos) para, en la medida de lo posible, recuperar los restos o dignificar sus lugares de enterramiento; la discusión y aprobación de una señalética pública y la retirada de los monumentos o vestigios simbólicos, que, o bien contextualizara o bien eliminara las denominaciones más ofensivas, de manera consensuable y que sobre todo no produjera el reconocimiento público a las víctimas que también fueron victimarios en agravio de las muchas víctimas olvidadas; las compensaciones a los que lucharon en uno u otro ejército, etc., todo ello, digo, no siempre ha precisado del instrumento de la ley sino del puro impulso gubernativo, del presupuesto y de la acción de divisiones, negociados y entes ya existentes y dotados de funcionarios que actúen imparcialmente. Y mucho menos de una ley que imponga una «verdad histórica» –una grande y poco libre- o que sancione lo que deben ser ejercicios legítimos de la libertad de expresión.

Por eso me parece que estas leyes autonómicas de concordia – que esencialmente amplían el espectro de víctimas a las que se reconoce y aprovechan para recordar lo obvio: el persistente disenso historiográfico sobre las muchas aristas de nuestro pasado- pueden incurrir finalmente en el mismo defecto que tratan de sortear, evidenciando, nuevamente, una forma de ese inverso lamarckismo aplicado a la política. Y es que ocurre con la concordia como con otras consecuencias que serán el fruto del hacer más que del decir, de la práctica política pero no de la proclamación legislativa, por mucho boletín oficial autonómico o estatal que lo respalde. Lo demás es pura legislación santimonia.


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